El llamado evangélico a dejar todo y seguir a Cristo fue la regla en la vida de San Antonio de Padua. Una y otra vez, Dios lo llamó a algo nuevo en su plan. Cada vez que Antonio respondía con renovado celo y abnegación para servir a su Señor Jesús de manera más completa.
Su camino como siervo de Dios comenzó siendo muy joven cuando decidió unirse a los Agustinos en Lisboa, renunciando a un futuro de riqueza y poder para ser siervo de Dios. Más tarde, cuando los cuerpos de los primeros mártires Franciscanos pasaron por la ciudad portuguesa donde estaba destinado, volvió a sentir un intenso anhelo de ser uno de aquellos más cercanos al mismo Jesús: los que mueren por la Buena Nueva.
Entonces Antonio ingresó en la Orden Franciscana y se dispuso a predicar a los moros. Pero una enfermedad le impidió lograr ese objetivo. Fue a Italia y estuvo destinado en una pequeña ermita donde pasó la mayor parte de su tiempo orando, leyendo las Escrituras y haciendo tareas domésticas.
Después de dirigir a los Frailes en el norte de Italia durante tres años, estableció su sede en la ciudad de Padua. Reanudó su predicación y comenzó a escribir notas para sermones para ayudar a otros predicadores. En la primavera de 1231, Antonio se retiró a un convento en Camposampiero, donde hizo construir una especie de casa en el árbol como ermita. Allí oró y se preparó para la muerte.
El 13 de junio, se puso muy enfermo y pidió que lo llevaran de regreso a Padua, donde murió después de recibir los últimos sacramentos. Antonio fue canonizado menos de un año después y nombrado Doctor de la Iglesia en 1946.
San Antonio de Padua, ruega por nosotros.