Hemos tomado algunas decisiones en nuestra vida, pero hoy Jesús nos recuerda que la elección de seguirlo es la decisión más radical que podemos tomar en nuestra vida. Nos toca mucho más profundamente que, por ejemplo, la decisión de afiliarse a un partido político, emigrar o casarse. Jesús debe ser más importante para nosotros que nuestra familia; más importante para nosotros incluso que aquellos a quienes más amamos en el mundo; ciertamente, más importante para nosotros que cualquier cosa que podamos poseer. Sí, digámoslo con valenơa y en voz alta: Jesús es más importante para nosotros que nuestra comodidad, o estado, o salud, e incluso que la vida misma. Y si no nos damos cuenta de eso, o si dudamos en afirmarlo, entonces somos tontos. Si pensamos que podemos ser verdaderos discípulos de Jesús, yendo a Misa de vez en cuando, y rezando alguna que otra oración, tal vez incluso llevando una cruz, y haciendo donaciones ocasionales a centros de beneficencia sin dejar de ser radicalmente egoístas, y siguiendo con facilidad las normas y patrones de nuestra sociedad secular ‐ entonces nos engañamos a nosotros mismos, y nuestra gran necesidad es ser arrancados de nuestro letargo espiritual, y verdaderamente convertidos.
El Evangelio de hoy nos da la oportunidad de afirmar una vez más, a nosotros mismos, a los demás, al Señor, que sí: ¡queremos seguir a Jesús! ¡Queremos ser sus discípulos! Porque él es el Señor. Él murió por nosotros y resucitó de entre los muertos. Él es el Hijo de Dios; él es nuestro Salvador, nuestro Redentor, nuestra Vida, nuestra Luz, nuestra Salvación, nuestra Esperanza, nuestro Amor, nuestra Gloria, nuestra Alegría. Él no es una amenaza para nosotros, ni un Ɵrano severo, ni un Maestro cruel. No: Jesús vino a sanar, a liberar, a levantarnos. Se ofrece a quitarnos aquello de lo que queremos y necesitamos deshacernos, de lo que nos liberamos. Es decir, sobre todo, nuestros pecados, y también nuestros apegos mundanos. En su lugar, nos ofrece lo que es absolutamente y en última instancia deseable: una participación en su propia Filiación divina; verdadera santidad; la plenitud de la vida eterna; unión con Dios en el cielo.
Si entendemos esto, vemos que las demandas expresadas en el Evangelio de hoy son en realidad consoladoras, en lugar de aterradoras. Porque queremos que Jesús no sea sólo un rasgo de nuestra vida, tomado más o menos en serio, sino verdaderamente nuestro todo. Queremos pertenecerle totalmente; tener su vida en nosotros; ser llenos de su Espíritu; compartir su relación con su Padre. Y, por lo tanto, queremos también morir con Jesús al pecado y a nosotros mismos. Queremos ser perfectamente semejantes a aquel que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nosotros fuésemos enriquecidos por su pobreza (2 Cor 8, 9).
Paz, Padre Oscar Mendez, OFM