Pentecostés es una de las tres fiestas más importantes del año eclesiástico. Celebramos la Navidad y la Pascua (resurrección), pero la tercera: Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia, mucha gente lo toma como un domingo cualquiera. La fiesta de Pentecostés ha sido celebrada por la iglesia de Dios incluso antes de que nosotros, los Cristianos, comenzáramos a celebrarla. Originalmente era una fiesta de la cosecha en la que se ofrecían los primeros frutos en agradecimiento a Dios. Más tarde, llegó a celebrarse como el aniversario de la entrega de la Ley a Moisés en el monte Sinaí. Para nosotros es el día en que Dios envió su Espíritu Santo sobre la Iglesia.

El Espíritu es como el aire que respiramos, la luz que se enciende cuando tenemos una idea, el fuego que arde en nuestro corazón. En la primera lectura, el Espíritu es un fuerte viento, mientras que, en el Evangelio de Juan, el Espíritu es el suave soplo de Jesús que sopla sobre sus apóstoles y dice: “Recibid el Espíritu Santo”. En cualquier caso, el Espíritu es como el aire invisible sin el que no podemos vivir. El Espíritu también se apareció a los apóstoles como lenguas de fuego, un fuego que comenzó a arder en ellos para proclamar a Cristo con valor y convicción. Dios quiere que lo conozcamos y lo amemos y el Espíritu nos ayuda a hacerlo. Necesitamos la presencia del Espíritu Santo para conocer y experimentar a Dios. El Espíritu da vida a las Escrituras para nosotros y nos ayuda a ser conscientes de la presencia de Dios con nosotros y del amor de Dios por nosotros. San Pablo menciona en su carta a los Gálatas: “si vivimos por el Espíritu, el Espíritu producirá en nosotros amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio”. Depende de nosotros ser lo suficientemente humildes y pedirle a Dios que nos dé su Espíritu, para que podamos ser grandes Cristianos y dar tanto fruto en nuestras vidas.

Bendiciones, Padre Oscar Mendez, OFM

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