Las lecturas de hoy nos dejan ver que la presencia de Dios es distinta de cómo uno podría imaginarla. A veces uno piensa que Dios, como es fuerte, sólo se dejará ver en los acontecimientos grandes e impresionantes; a veces uno piensa que Dios, como es bueno, no nos dejará pasar por momentos de inseguridad. Y, sin embargo, Dios, siendo fuerte y siendo bueno, se hace presente en nuestras vidas de modos que no comprendemos.
En la primera lectura tenemos a Elías, el profeta rechazado por su pueblo, el hombre solitario, no por elección, sino porque su fe lo ha llevado a ser visto como un extranjero y como una amenaza para los propios israelitas, que por el contrario han elegido servir a los ídolos. En su soledad Elías se aferra a Dios y peregrina hasta el monte Horeb, el Monte Santo, el lugar donde Dios primero llamó a Moisés y donde también se celebró la alianza. Escondido en las grietas de la montaña sacra, Elías está en realidad cobijado y guarnecido por el poder del abrazo de Dios. Y allí el mismo Dios quiere manifestarse a él, como señal de una alianza que no muere y como prueba de la inquebrantable fidelidad del Altísimo. No es el fuego ni el terremoto lo que trae a Dios, en este caso; es una brisa suave. En la batalla contra sus enemigos Dios muestra su grandeza, pero con sus amigos lo que deja ver es su cercanía. Aquella brisa que refresca, que serena, que acaricia, es una señal del amor y de la palabra del Amigo.
En el evangelio, en cambio, se da el caso de una brisa impetuosa. Pedro camina sobre las olas, pero el vigor del viento contrario le hace dudar. El hilo de fe que lo une a Jesús se rompe por un momento, Pedro falla en su confianza y el hombre empieza a hundirse entre las olas. Destaquemos dos cosas, aprendiendo de la experiencia de otro. Primero, que Pedro se hunde cuando mira más a las dificultades que a Jesús. Una vez que ha apartado su mirada del Señor, es tan vulnerable e indefenso como cualquiera puesto en medio del mar. Pero, en segundo lugar, aprendamos de Pedro a acudir al mismo Señor al que le hemos fallado. Su fe se tambalea, pero la humildad le permite exclamar: “¡Señor, sálvame!” La humildad, principio de arrepentimiento, de algún modo sana lo que la falta de fe había perdido.
Paz, Fr. Oscar