DE NUESTRO DIÁCONO

En estos últimos domingos de cuaresma escuchamos al comienzo del Evangelio como Jesús siempre va de camino. Los evangelistas no mencionan hacia donde se dirige Jesús. Ahora sabemos que se dirigía a cumplir su misión, el misterio pascual, que era la voluntad de su Padre. Con su pasión, muerte y resurrección, Jesús trae la salvación, pero también trae liberación.
Jesús no hace esperar al ser humano a recibir estos frutos hasta después de su resurrección, pero el ya comienza a dar su gracia a todos aquellos con los que se encuentra en su camino, como el ciego de este domingo.
Con la acción de suma compasión y amor sobre el ciego, Jesús manifiesta el núcleo central de la liberación sobre el hombre, devolviéndole la conciencia de su valor y, con ello, del valor de todo ser humano: su dignidad y su libertad. Esta es la forma de manifestar el amor de Dios al hombre en el encuentro con Jesús. Es un encuentro con Dios en el ser humano, que hace presente a Dios en su experiencia activa de amor. A esta presencia dinámica, Juan la llama Espíritu, y quien la acepta en sí nace de Dios, tiene una vida nueva.
El ciego ha cambiado tras la curación, antes este era un hombre débil y víctima de la opresión, pero por el Espíritu que recibe de Jesús, se convierte en el hombre libre, liberado de la autoridad de los fariseos, e incompatible con su sistema. Este hombre ha comenzado a ver. No sabe quién es Jesús, pero cuando Jesús mismo sale a su encuentro, se abre y se postra ante él y lo reconoce cuando, se siente iluminado por su presencia y su luz.
“¿Tú crees en el Hijo del hombre?” … “Creo Señor”. La narración nos lleva a reflexionar sobre nuestra fe en Jesús. Nuestra fe puede estar a prueba como la de estos fariseos, padres del ciego y vecinos, que se nos hace imposible que Jesús pueda perdonar, sanar y más aún amar a todas aquellas hermanas y hermanos que consideramos no merecen perdón por su estilo de vida o por sus pecados. Como dice San Pablo a los Efesios, “una vez ustedes eran parte de la obscuridad, pero ahora son luz en el Señor.” Esta luz que el hombre ciego ha recibido le molesta a este grupo de personas que aún siguen siendo parte de la obscuridad. Desde el mismo momento que el ciego comienza a ver, empiezan todas las dificultades: la soledad, el abandono y la exclusión. Esta es la verdadera ceguera, la de aquellos que no pueden ver y reconocer la infinita gracia de Dios que se derrama abundantemente por todos aquellos que el ama, incluyendo aquellos a los que consideramos no dignos de este amor de Jesús.
Hno. Salvador Mejía, OFM